Nos despertamos temprano porque el día prometía. Muchas cosas anotadas y algunas de ellas teníamos muchas ganas de verlas.
Tras desayunar en la casa de los huéspedes, recogimos las cosas y pusimos rumbo al primer glaciar que teníamos en la ruta: Fláajökull.
A los 15 minutos de salir de la granja, vi a mi izquierda algo que me dejó pasmado… ¿Qué demonios hace esa silla roja encima de esa piedra?
No pudimos evitarlo. Había que parar a sacar alguna foto. 😀
Caminata al graciar Fláajökull
Como tantas otras cosas en Islandia -y como es lógico en entornos naturales-, el acceso al glaciar no es fácil.
Tras investigar cómo llegar, la mejor opción es acercarse a un camping -el Haukafell Campground– donde tienen habilitada una zona de parking para quien quiera hacer senderismo por la zona.
A pesar de que hay mensajes por Google que comentan que hay un puente que se llevó una riada y no se puede pasar para ver el glaciar, este puente lo han vuelto a construir en 2017, así que se podía cruzar sin problemas. Eso sí, se nota que la riada que hubo tuvo que ser importante. Se ven los estragos del agua en la zona.
La caminata se hace algo pesada porque el camino está embarrado, lleno de piedras resbaladizas y no es precisamente corto: Un par de horas desde el camping -4 horas ida y vuelta sin parar-. Pero todo indicado a través de unos palos pintados de amarillo.
Después de caminar una hora, te encuentras de sopetón con el lago glaciar y la montaña gigantesca de hielo.
Quita el aliento. Y estamos solos. Si nos quedábamos callados podíamos escuchar perfectamente el hielo rompiéndose.

Si me pusiera al borde el hielo, desde donde saqué esta foto simple y llanamente no me verías.
El día empezaba a empeorar y el camino a embarrarse aún más. Después de caminar unos 20 minutos más nos cruzamos con una pareja de ingleses que nos comentan que se puede llegar directamente al pie del glaciar. A mi me entusiasma la idea, pero mi pareja levanta la vista y dice lo de «a dónde vas».
Y es que llevábamos alrededor de una hora y media caminando y apuesto que para llegar al pie del glaciar nos quedaban perfectamente otros 45 minutos. Teníamos muchas cosas que ver ese día y no nos iban a cuadrar las horas.
Esto había que planificarlo de otra manera.
Así que, mi gozo en un pozo. Aunque en realidad no tanto. Al acabar el día lo agradecí.
Jökulsárlón. La playa de los diamantes.
Esta parada me entusiasmaba muchísimo.
Todo lo que había visto de ella no hacía más que incrementar mis ganas de ir a Islandia. Y no decepciona en absoluto. Aunque por el cambio climático, entristece un poco. El glaciar que forma la laguna que desemboca en la playa de los diamantes ha retrocedido más de 2 kilómetros en menos de 50 años. 🙁
Al llegar, hay 2 zonas de parking a ambos lados de la carretera, una en la playa -en realidad 2, una a cada lado del río- y otra en la laguna glaciar.
Aparcamos primero en la laguna glaciar donde están todos los touroperadores que te llevan hasta el glaciar con autobuses preparados y barcos.
Nosotros pensamos en ir, pero el tiempo se nos había echado encima, así que teníamos que ir recortando. Nos dedicamos a pasear al lado del lago donde pudimos ver los icebergs enormes que estaban flotando dirección al mar.
Jökulsárlón es un espectáculo visual.

Después de sacar millones de fotos, de ver a una pareja de modelos vestidos de novios pasar un frío terrible y de hacer cola con 300 millones de chinos, argentinos e italianos para ir al baño público, nos vamos al coche para ir al otro lado de la carretera a ver la playa y «sus diamantes».
Decidimos quedarnos del mismo lado del parking del lago y aún no sabemos si fue la mejor idea.
La orilla del mar estaba lleno de trozos de hielo «diamantado», pero nos daba la impresión que del otro lado del río había más.

Mientras estábamos sacando alguna foto, distinguí en el medio del mar ¡la cabeza de varias focas!
Si es que mira que son simpáticas esta bichas. 🙂
La zona nos encantó aunque no había muchísimos «diamantes». Teníamos en cuenta eso sí, que estábamos en septiembre. Saliendo del verano todo se derrite más rápido.
La iglesia esponjosa: Hofskirkja
La Carretera 1 al sur de Islandia es de esas que podrías conducir en un sentido y el otro sin parar. Las vistas no hacen más que pedirte que pares a verlas. Creo que hasta me animaría a hacerla en bicicleta -como vimos a alguno-, si no hiciera el frío que hace. 😀
Desde Jökulsárlón hasta el pequeño pueblo de Hof -uno de los tantos Hof que hay en Islandia- la carretera está repleta de vistas hacia un montón de lenguas glaciares. Algunas, por lo que estuvo leyendo mi pareja en el camino, con un acceso más fácil que a Fláajökull.
Nos hubiera venido mejor haberlo leído antes para preparar el camino de otra manera. Pero bueno, más cosas que «se quedaron en el tintero».
Al llegar a Hof, la luz del sol está en la hora «perfecta para las fotos»… ¡Y despejado!
Hofskirkja parece sacada de un cuento. Si me dices que en vez de una iglesia es la casa de un hobbit, te lo creo.
La turba que ocupa su tejado se desparrama por los alrededores de la iglesia, tapando también sus tumbas.

Hay que tener cuidado de no pisar ninguna tumba simple y llanamente porque no las distingues.
El sitio da la sensación de ser un lugar encantado. Las fotos, da igual cómo las saques. Quedan perfectas -al menos, a mi humilde entender-.
El entorno tampoco se queda atrás. Si diriges la vista hacia el mar, lo que se ve es una gran extensión cultivada y llena de vacas y ovejas.
Después de pasear un poco por la zona, hay que recoger el coche para ir a la penúltima parada del día.
La cascada más famosa: Svartifoss
El día se nos estaba echando encima, así que ponemos rápidamente dirección a Svartifoss.
Para ver la cascada, hay una ruta de senderismo -de más o menos una hora- hasta ella. Dejamos el coche en el parking donde también está el camping de Skaftafell y ascendemos por ella.
El camino, también cuesta arriba está muy bien delimitado y es muy fácil de hacer. Aunque eso sí, al ser todo cuesta arriba puede que te lleve a hacer alguna parada intermedia. De hecho, a medio camino te encuentras con un mirador a otra cascada -que está siguiendo el curso del río desde Svartifoss- llamada Hundafoss.
Un poco más arriba, hay un salto de agua más pequeño llamado Magnúsarfoss al que puedes acceder hasta el pié de cascada. Empezaba a bajar el sol, así que no pudimos parar en ella.
Después de una hora caminando, llegamos al fin a la cascada Svartifoss. Y sí, definitivamente vale la pena.
Las columnas de basalto hacen juego a la caída del agua, tratando de arroparla. El sitio es espectacular y creo que, entre todas las cascadas que hemos visto, es sin duda la más fotogénica.
Cámara en trípode en y móvil en mano, nos dedicamos a sacar alguna foto y entre medias, a admirar el sitio. Es que ni que lo hubieran hecho a propósito así.

En el camino de vuelta se nos hace de noche. Una auténtica pena porque queríamos visitar otra zona: El cañón de Fjaðrárgljúfur.
Aunque cuando llegamos a la altura del desvío para verlo, las ganas se nos habían ido. El agua arreciaba como si echaras un balde sobre el parabrisas.
El cielo nos estaba diciendo que ahí aunque hubiéramos querido, no íbamos a parar. Y menos mal, porque la zona, según lo leído, puede llegar a ser peligrosa si llueve.
Así que ponemos rumbo a nuestro siguiente hotel en Vík í Mýrdal. La noche tenía pinta de iba a ser mala. Y el día siguiente también.