Vamos con la segunda parte de este relato. La primera empieza en este artículo, sigue en este otro y la última parte está en este. Ya me han dicho que me estoy liando mucho, así que intentaré escribir menos… Aunque creo que con poco éxito. 🙂
Habíamos leído que la zona norte de Islandia era muy bonita y que además, al ser poco turística podíamos disfrutar de paisajes sin ver muchísima gente.
Y efectivamente, así fue.
El único «problema» de hacer esta ruta es que es un día en que te pasas muchísimas horas en coche. En nuestro caso, casi 6.
Salimos de nuestra granja-hotel –Snæfellsnes Farmhouse– temprano. El día era feo, con mucha lluvia -ya la noche anterior nos pasamos la entrada del hotel 2 veces porque no se veía un carajo nada entre la noche y la cascada por lluvia que caía-.
Situación inusual en la granja
Nos llamó muchísimo la atención la naturalidad y sobre todo, la confianza con la que nos trató la dueña de la granja.
Llegamos tarde -eran cerca de las 22 horas– y cuando vio entrar nuestro coche por el camino de la granja, se acercó hasta la casa de huéspedes -separada de la particular- y cuando bajé del coche para hablar con ella, la señora, con una gran sonrisa me dice «¿sois los españoles?» a lo que respondo que sí.
A continuación me dice algo que me deja completamente descolocado «la habitación está lista, entráis y ya está». Da media vuelta y se va para su casa. Eso fue todo.
Ni preguntó nuestro nombre, ni nos dijo dónde estaba la habitación. Nada. Y todo con una gran sonrisa.
Sacamos las maletas del coche y entramos. Dentro hay una pareja de holandeses que nos saludan desde la cocina. Devolvemos el saludo y mirando a un lado y al otro, vemos 3 habitaciones, una de ellas abierta.
Por deducción, pensamos que debe de ser la nuestra porque al acercarnos vemos que están las llaves por fuera, las camas hechas y las toallas encima. Los holandeses se meten en la habitación de al lado sin decirnos nada así que nos metemos en esa.
«Si no es la nuestra, ya nos lo dirán»
Y debió de ser porque ahí pasamos la noche.
Al día siguiente, desayunamos, nos duchamos y recogemos las cosas. Las metemos en el coche y… ¿ahora qué? ¿dejamos la llave en la puerta? ¿tenemos que avisar que nos vamos? ¿ya lo cobraron por la tarjeta o tenemos que pagar?
Sin saber muy bien qué hacer, me decido por ir hasta la casa principal y tocar el timbre a ver si hay alguien. Al cabo de unos 10 minutos, la señora que nos atendió la noche anterior nos abre la puerta.
Nos dice que ya está, que cobrado ya está y que no hace falta nada más. Nos despedimos y nos vamos. Un poco surrealista todo. 😀
Dirección Stykkishólmsbær
Queríamos parar a desayunar en algún sitio, así que ponemos dirección a este pueblo de nombre impronunciable. Lo teníamos en la lista por dos cosas: Un faro y una iglesia.
Después de desayunar -25 euros por un par de bollos y 2 cafés-, vamos hasta el faro que está ubicado en lo alto de una montaña con unas vistas al mar y la península que lo rodea que llama mucho la atención.
Al lado del parking está la parada del ferry que cruza la lengua de mar hasta Brjánslækur al norte del fiordo y haciendo parada intermedia en Flatey, una isla situada en el medio del archipiélago que sorprende simple y llanamente porque ¡ahí vive gente! ¡Y tienen hasta hotel!
Nosotros no embarcamos en el ferry, pero creo que merece la pena hacer el paseo sólo por conocer la zona si se tiene tiempo suficiente.
Le damos la vuelta al pequeño faro -del tamaño de una caseta-, con un viento horroroso, sacamos alguna foto que otra y nos vamos hasta la iglesia.
Curiosamente, a mi la iglesia me recordaba a algo pero no llegué a saber a qué hasta que me puse a escribir este viaje. A lo mejor si digo Centro de Investigaciones Fotoatómicas -o Fotónicas- alguien se da cuenta. Si no, digo algo más: Mazinger-Z. ¿Ahora sí? 🙂
Stykkisholmskirkja tiene un gran parecido con el edificio presente en esos míticos dibujos animados -la generación Z y los millenials harán click en el enlace para saberlo, seguramente… ¡Y el resto seguro que también!-.
Pero no sólo eso, en Stykkisholmskirkja hay un cuadro muy llamativo de la Virgen flotando sobre un fondo de cielo nocturno y con el Niño en brazos.
Cuando quisimos acceder a verlo, vemos por la cristalera que dentro hay un ataúd en medio del pasillo de la iglesia… Mal día para visitarla, hay un entierro.
Así que damos media vuelta, bordeamos la iglesia, tomamos alguna foto más del exterior y nos vamos. Nos quedan 3 horas y media de coche hasta el siguiente destino.
Carreteras de grava y una anécdota
Un buen tramo de carretera de la ruta que tocaba era a través de una carretera de gravilla con sus agujeros por zonas donde tienes que ir esquivándolos, donde tienes que pegar frenazos para no comerte un charco que a saber qué profundidad tiene y donde, cada vez que te cruzas con un coche o un camión, te asalta el miedo de que una piedra dé en el cristal.
La velocidad máxima en estas carreteras es de 70 kilómetros por hora, pero es que hay que tenerlos bien puestos para ir a más. Y más si no controlas cómo conducir sobre una superficie que por momentos es algo resbaladiza.
Después de recorrer unos 30 kilómetros por esta carretera, me doy cuenta que llevamos una luz naranja en forma de zigzag encendida en el cuadro de mandos del coche.
La Dacia no hacía cosas raras -salvo que no había manera de que fuera recta y que aquello sonaba por todos lados… Lo normal-, así que no me preocupo en exceso. De todas maneras, decido parar a un lado y ver el libro de instrucciones.
Lo sacamos de la guantera y yo -inconsciente de mí-, pensé que iba a estar en inglés… Pero no.
Menos mal que teníamos conexión 4G -en Islandia es raro no tener conexión, la verdad-, así que gracias al traductor de Google intentamos traducir. Islandés – español.
Tras escribir lo que pensamos que podía decir sobre la luz -aquello de irte fijando en los dibujos-, hacemos click en traducir… Y el traductor no hizo nada.
Debajo del texto que metimos -que ya tuvo su miga meterlo- vemos que nos pone: Traducir del… ¡CROATA! El manual del coche en croata… Anda que…
Una vez traducido, entiendo que la luz se debe a un mal funcionamiento de la tracción a las 4 ruedas. Imagino que tanta gravilla le estaba pasando factura, pero como el coche seguía funcionando, dejo de darle importancia. Si el aviso pasa de naranja a rojo, ya veríamos.
Al cabo de unos kilómetros, la luz se apagó.
Varmahlíð
Las vistas son, cómo no, espectaculares.
Cada cierto tiempo paramos a un lado de la carretera a hacer fotos. Ir por esa carretera, con el mar de un lado y las montañas del otro es increíble.
El verde de los prados destaca sobre el amarillo y rojo de la hierba que entra en su fase otoñal. Un espectáculo para la vista difícil de olvidar.
Mientras vamos de camino, mi pareja lee en el libro de Lonely Planet que en la zona de Varmahlíð hay invernaderos que aprovechando el calor que mana de la tierra, los usan para plantar ¡árboles frutales tropicales!
Estos islandeses están a todo.
En esta ruta no teníamos nada para ver «per se», simplemente el disfrute de la ruta en sí.
Entramos en un supermercado-cafetería-restaurante –ÓB Varmahlíð– y nos pedimos algo de beber y una hamburguesa cada uno. Creo que fue el sitio más barato donde comimos… Y se notó. Vaya hamburguesita… Ni el McDonald’s podía hacerlo mejor -nótese la ironia-.
El pueblo no tiene nada que ver. Si te hospedas en él, puedes hacer rutas a caballo, alguna de rafting y cosas por el estilo. Es un sitio donde realizar actividades más que para ver algo. La zona donde está es impresionante. Es una suerte de fiordo donde el agua se queda en la entrada y la tierra está completamente cultivada y con pastos con muchos caballos y ovejas.
Eso sí, no vimos ningún invernadero. En esa zona al menos no estaban.
Una vez alimentados por la hamburguesa, seguimos la ruta. En ella, para mi disfrute, nos encontramos con otra sorpresa.
Samgönguminjasafn Skagafjarðar
Con este nombre completamente imposible de decir para cualquier persona de habla hispana, estamos hablando de ¡un museo de coches!
El museo -cuya web os dejo aquí– es una oda a la figura del abuelo del actual dueño.
Este señor fue un gran amante de los vehículos a motor -coches, 4×4, camiones, motos…- y empezó a crear una colección con coches impensables en un país como Islandia.
Compró coches a americanos que trabajaron en la gran base militar americana que había en Islandia -de hecho se ven muchos coches americanos por las carreteras-. También reunió una colección de coches rusos -que también poblaron ciertas zonas de Islandia- y por supuesto, coches europeos.
Una colección con unidades realmente curiosas y un almacén donde también restauran vehículos.
Y lo que más me impactó, fue el «cementerio» que tienen en la parte trasera del museo donde había unidades que hubiera montado en un camión y me hubiera traído para España. Muchísimas me daban una pena tremenda verlas pudrirse a la intemperie ahí.
Saab, Volvo, algún Ford. Volkswagen -T1 y Escarabajos-, Mercedes, Land Rover, autobuses, camiones, motos… Muchas cosas que daban «cosica» que estuviera ahí.
En fin, que disfruté como un enano viendo lo que había y alegrándome de mi suerte por encontrar por casualidad un lugar así en un sitio tan «raro» como es el norte de Islandia.
Muchas fotos después -y con el museo a punto de cerrar-, hay que poner rumbo al próximo hotel. Aún queda una hora para llegar y falta poco para que anochezca.
La costa escarpada hasta Siglufjörður
El hotel está situado en Siglufjörður, un -otro más- pequeño pueblo pesquero desde donde se hacen muchas rutas para ver ballenas.
A nosotros la verdad es que no nos llama nada lo de los avistamientos de los cetáceos. Entre el frío que debe hacer y que a lo mejor no se ve nada, preferimos pasar. Tal vez para la próxima.
Lo que llama la atención de la carretera que va a Siglufjörður, es que a medida que te diriges desde Varmahlíð hasta allí, la carretera empieza un leve ascenso para luego, al llegar al pueblo, bajar al nivel del mar.
La zona es muy montañosa y durante nuestro recorrido, empezó a soplar un viento muy fuerte. Y sinceramente, en una carretera donde si mirabas hacia la izquierda lo que veías era un terraplén hacia el mar, puede inquietar.
De todas maneras, esta parte del país sigue siendo tan espectacular como todo lo que habíamos visto anteriormente. Cada parte con sus «cosas», pero todo digno de ver.
Cruzamos un par de túneles de un sentido -con paradas intermedias donde, si venía un coche de frente, se apartaban- y salimos ya en Siglufjörður. En ese momento nos tocó lluvia, así que como estaba ya casi oscuro decidimos ir al hotel.
Estábamos en la parte norte de Islandia. Ya veríamos el pueblo y los alrededores por la mañana.